Vacuna social

Sonó un golpe seco en la sala, al fin el juez dictaba su sentencia después de varios años de proceso. La compañía sería condenada a pagar una suma proporcionada por aquella inversión en materias primas que atentaba contra el bien general. Las depauperadas arcas del estado agradecían esa inyección de capital para llevar a cabo sus políticas sociales.
No era la única sentencia de este tipo, meses atrás varios bancos habían sido condenados a compensar por la inversión en una red de inmobiliarias que había acabado subiendo el precio de la vivienda en la ciudad de una forma totalmente injustificada.
Este tipo de medidas judiciales habían sido puestas en marcha de oficio por la fiscalía, al tiempo que el gobierno implementaba una regulación que las evitara.
Los niveles de indignación social habían descendido significativamente y la educación contra comportamientos que atentaban al bien general ya no eran tan polémicos.
Ya no causaba tanta sorpresa como los primeros casos que habían creado jurisprudencia.
Aún recuerdo cuando Filfo había dado de alta aquella petición un tanto ilusoria en change.org con la intención de hacer ver que el egoísmo debía estar tan tipificado en la ley tal como lo estaban la violencia o el robo. Sin duda era una alteración de la conducta humana que provocaba consecuencias negativas en la sociedad y atentaba contra los derechos humanos. ¿Por qué no debía corregirse? Todos veríamos ridículo que una familia se sentara a la mesa y el padre, que ese día había llegado con hambre, se comiera la ración de uno de sus hijos. El apoyo popular a esta propuesta había sido un germen que se había convertido en vacuna social.

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